martes, 29 de octubre de 2013

Los primeros años de la colonia alemana en el lago Llanquihue, según anécdotas de la señora Siebald de Michael.

Los primeros años de la colonia alemana en el lago Llanquihue, según anécdotas de la señora Siebald de Michael.


Traducción: Enrique Kinzel
Fuente: Anuario de la Liga Chileno Alemana año 1917


Por Fritz Gaedicke.


Durante el año 1856 llegué con mis padres y muchos emigrantes a Chile, así lo cuenta la señora Siebald de Michael. No fuimos los primeros, porque en los tres años anteriores, muchas familias emigrantes alemanas ya se habían instalado en las riberas del lago, gran parte venidas a través de Puerto Montt, y los menos por la vía Valdivia- Osorno.


Puerto Montt no era otra cosa que un predio pantanoso de junquillos y malezas, en las que se fabricaban tejuelas de alerce provenientes de trozos de árboles, por habitantes venidos desde las islas cercanas que parecían fantasmas.


Entremedio raleaban algunas chozas de los chilotes, y de algunas casas empezadas por alemanes que aquí determinaron construir sus habitaciones y vivir del comercio con los insulares.


En medio de este estado de cosas empezaba la impenetrable selva virgen en lo alto de las colinas. De ésta parte, había que transitar a pie, llevar las camas, los utensilios de casa y víveres al hombro por un angosto sendero , pantanoso a Puerto Varas. Uno tenía que ir detrás del otro, y ante ellos se cerraba la ramazón de la selva, a veces tan tupida que no dejaba pasar un rayo de sol. Sobre los peores hoyos pantanosos había ramas cortadas; cualquier paso dado en falso uno se hundía hasta la rodilla en el fango. Las fosas y ríos había que vadearlos. En los ríos se habían colocado trozos de madera de extremo a extremo, sobre los cuales durante el invierno, con los ríos colmados, había que alcanzar la otra orilla resbalándose sobre los palos.


Cuantas veces tuvo que viajar nuestro honorable médico, Franz Fonck, por este camino para poder llegar donde estaban sus enfermos de la colonia-mi colonia-, como cariñosamente se expresaba, guiaba e caballo de la rienda a través de os pantanos resbalosos y ríos colmados por las lluvias. Este hombre, como nadie se sacrificó por los colonos.

Dos días se ocupan hasta llegar a Puerto Varas, un trecho que en los días de hoy, un caminante sobre camino enripiado ocupa cómodamente cuatro horas. Puerto Varas era entonces hasta la ribera misma una ensenada boscosa situada en el rincón del lago. En ese bosque los recién llegados colonos, con ayuda del hacha abrieron algunos claros; pero, casi no lograban dominar la inmensa selva de los alrededores. Los claros obtenidos de la limpieza eran suelos excepcionales, si bien es cierto, las modestísimas casitas instaladas de los colonos le daban un cuadro más agradable. Pero nadie de nosotros pensó que una década más tarde, la hoy en día pequeña ciudad del mismo nombre obtuviera un auge tan grande.

Después de un corto descanso, nos embarcamos junto con otros colonos en una pequeña “balandra” bautizándola los alemanes como “Frau Landrat”. Navegamos hasta Punta Larga ( Langen Spitze) cerca de Frutillar, donde fuimos desembarcados. Posteriormente empezó la colonización en los alrededores de Puerto Varas, cuya exploración había ordenado el entonces Ministro del Interior don Antonio Varas. En la ribera del lago, desde La Fábrica hasta la bahía de Quebrada Honda, y en dirección norte hasta Quilanto, con inmigrantes que llegaban en sucesivos barcos a Puerto Montt.


Mientras que la Punta de los Chanchos (Schweinespitze) era ocupada íntegramente , hacia Quilanto solo alcanzaron a instalarse las familias Fehrmann, Grosch y Gaedicke. Los dos primeros abandonaron sus pertenencias después de 1 ½ a 2 años; el abuelo Gaedicke, después de su matrimonio el año 1872, con su hijo quedaron, como únicos colonos en medio de la selva. El nombre de “Punta de los Chanchos” se debió a que en esa parte se encontraron chanchos sueltos, salvajes, los cuales liquidaron los colonos en el transcurso del tiempo.


Al igual que todos los inmigrantes, también a nosotros nos entregaron la chacra en la ribera del lago, enfrente donde quedaron mis padres. Con sacrificio, mi padre escaló el borde de la ribera cubierta con toda clase de ramazón, para conocer su “imperio” (Koenigreich). Era selva virgen en donde nunca había talado el hacha y nunca había sido pisado por ser viviente alguno. Los días venideros, había que subir a la parte alta los utensilios de casa, trasladarlos al bosque, y con ayuda de algunas docenas de tablillas de alerce y ramas construir un “refugio” contra las inclemencias del tiempo.

Entonces empezó el duro trabajo, con ayuda del hacha había que derribar los gigantescos árboles, uno tras otro. Durante largos meses , el eco de los hachazos resonaron sin descanso en el bosque, y cada vez que caía un gigante de la selva, aparecía el ruido de un trueno. De izquierda a derecha se mantenía el mismo golpeteo, el mismo tronar, una vez más cerca, luego más lejos. En todas partes estaban activas las manos de los alemanes para abrirse paso y obtener pampas y suelos para la agricultura. Naturalmente, el Estado se preocupó durante un año de la mantención, pero para el segundo año no tuvimos esperanza de ayuda. Se trataba de que había que ayudarse y trabajar. Los buenos deseos estaban en todas partes, muchas familias no lo lograron, y cuando el segundo año se atrasaron las cosechas empezaron las dificultades.


En pleno verano cuando llegamos, la primavera se despedía ante el trabajo obligado, cuando el padre, la madre y las hermanas mayores obtuvieron el reducido “claro”, arrancado al bosque virgen, este era lamentablemente pequeño. Y todavía estaba muy lejos de ser un campo; era por sobre todo un enredo de ramas, ganchos y hojas. Cuando el sol del verano secó el follaje, se le prendió fuego al roce; hubo llamas tan altas como una casa y mucho humo, pero solo las hojas secas y las ramas delgadas se quemaban. Las ramas más grandes y los ganchos gruesos quedaban intactos. Entonces empezaba un fatigoso y duro trabajo, los ganchos y ramas restantes había que destrozarlos con el hacha, amontonarlos y quemarlos, pero la madera verde con resina no se quemaba. Los ganchos grandes quedaban en el terreno.


Mientras tanto había empezado el invierno, hasta que por fin los primeros granos fueron guardados en las piezas, junto al gualato y demás herramientas que pudieron traerse de la madre patria. Así empezaba y terminaba el año, siempre el mismo duro trabajo. Pulgada tras pulgada, y pie tras pie se le arrancó a la selva el suelo cultivable.

Se podía obtener por intermedio del Estado vacunos de crianza, pagando con dinero para quien haya tenido medios para traerlos de su patria. Como elemento de ayuda se tomaban trabajadores de Chiloé, era difícil hacerse entender con ellos, ya que ninguno de nosotros dominaba el castellano. A veces se llegaba a los más graciosos mal entendidos, pero al final resultaba. Con gestos y signos se empezaba a entenderse, la cosecha era contabilizada con piedrecitas. Con la moneda, como el peso, la chaucha y el real, como medio, cuarto y centavo, se contabilizaba según el porte de las piedras. Luego después los colonos de una parte y los nativos de la otra, habían aprendido tantas expresiones que les fue un medio útil que obtuvieron para entenderse.

La administración de los alimentos por intermedio del Estado era escasa. No sólo la provisión de víveres era desordenada , proporcionada por intermedio de la “balandra”, a que debía estar atenida a las condiciones climáticas. A menudo los alimentos se echaban a perder y no eran aprovechables, debido también a que el confiado proveedor, sensiblemente un alemán ofrecía mercadería más barata e inservible obteniendo un remanente que iba a parar a sus bolsillos. Algunos padres de familia se quejaron ante él, sencillamente los embarca en un buque de guerra, detenido por año y día.

A raíz de esto nadie se animó a denunciar. Un buen consejo resultaba caro, cuando nuevamente los alimentos llegaban inservibles. Entonces papá se propuso ir a Puerto Montt por el angosto sendero, y cargaba a sus espaldas los alimentos, llegando después de varios días de viaje. En la misma forma le sucedió a todos los colonos, en el caso de los colonos de “Punta de los Chanchos” y “Quilanto”, éstos estaban más distanciados.

Sus propias espaldas, fueron por muchos años el medio de transporte para los colonos, debido a que los caballos no podían alimentarse de hojas de quila como en el caso de los vacunos.


Cuando el gobierno suspendió la ayuda en el segundo año la situación se agravó. Con los escasos frutos cosechados por los colonos había que ajustarse muy económicamente para el sustento, con el cocinar había que ir por lo económico. Las vacas por sí mismas buscaban en el bosque su alimento; mediante su leche en primavera y verano proporcionaban una buena ayuda. Pero, durante el invierno aminoraba ese manantial. Para “voltear” un vacuno, se tomaba estar determinación en casos extremos, pues el reducido ganado había que mantenerlo para afrontar la pérdida de vacunos en el invierno. Alguna que otra vez se accidentaba una vaca, y entre los terneros barría el puma. Si bien es cierto, había en Puerto Montt algunas casas comerciales alemanas; estas no aceptaban vender al crédito, aunque hubieran sido algunas libras de sal. De esta manera, tuvimos que saborear nuestras comidas sin sal. Había poco para comer, se estaba mal vestido y permanentemente había que afrontar el duro y más duro trabajo. Esa era la suerte de todos los colonos establecidos , hasta que pudieron cosechar tanto, que el interrogante de la alimentación quedó atrás. El diario sentarse alrededor de la mesa ante el fantasma del hambre quedó atrás desapareció por fin del cuadro de la mesa.

Los niños en verdad no conocieron el hambre, pero sí nuestros padres que al masticar sintieron lo que significaba privarse. El interrogante para vestirse era solucionado por el mismo colono; tampoco había dinero que alguien prestara, de tal manera que tuvieron que buscar forma de ayudarse mutuamente. Se sembraba semilla de lino, que después de ser cosechada su fibra se hilaba. Algunos tejedores fabricaban su telar y tejían el hilado para género. Más tarde también se agregaba la lana a esta industria doméstica, se tejía en días de lluvia y en las noches de invierno ante una estufa .

Todo lo que faltaba a los colonos ellos se lo proporcionaban, hasta los botones de madera; de todas maneras había que comprar algunas cosas. Para ganarse las necesarias monedas, los padres enviaban a sus hijas a Puerto Montt al servicio doméstico. Tan luego que empezó el comercio de compra-venta con los insulares, los dueños de casa estaban necesitados de su ayuda. Otras iban a Osorno a ganar dinero. Las niñas llevaban su cama a sus espaldas e iban a pie por la selva, sin compañía, ya que nadie tenía tiempo de acompañarlas, porque el tiempo valía más que el dinero, lo que significaba pan. Cuanto miedo tuvimos que soportar es indescriptible. Sucedió más de una vez, que niñas fueron violadas y muertas por vagabundos. Por entonces tuvimos mejores derechos de justicia comparado lo que es hoy en día. Ningún asesinato o crimen quedaba impune, para lo cua el castigo venía en el acto. En contadas semanas el criminal era detenido, condenado y puesto a la pared . La leyes jurídicas eran draconianas, en el caso por ejemplo, de heridas sangrantes producidas por un latigazo propinado, se castigaba con un año de cárcel o era enviado a una casa correccional.


Cuando el territorio de colonización de Llanquihue estaba subordinado a la provincia de Valdivia, por entonces ahí existía una colonia penal, adonde los malvados del norte del país eran desterrados; para el caso había leyes determinantes.


Por más de una década los colonos trabajaron duramente, sea que las madres tenían que amamantar o no, ellas tenían que ir al campo y al bosque a trabajar para que la familia no padeciera hambre. Cuando la situación principiaba a mejorarse, nunca se privaban de colaboración en el trabajo. Para estar enfermo no había tiempo, en comparación a los tiempos de hoy, se presentaron pocos casos, los que en realidad fueron graves.

Cuando el ganado vacuno por fin se multiplicó, significó una entrada de dinero, en cambio la fruta del campo no tenía venta porque no había comprador. La mantequilla era cargada y vendida por libras, por contados centavos al destinatario. En la mayoría de los casos no había venta; un colono que en vano había golpeado las puertas de casa en casa y cansado al final la tiró a la puerta de un panadero para no regresar con ella. Con los huevos y otros productos sucedía lo mismo, esta situación mejoró en 1870.

A fines de siglo, el señor Heinrich Widerhold, de Osorno construyó una fábrica d charqui de carne de vacuno, con la cual todos los años proveía a la colonia del lago. Trigo hubo hasta fines del siglo y era barato, solamente se ocupaba en las destilerías de licores.


Con la llegada de la compra-venta de vacunos se progresó, de esta manera el mantenimiento de la colonia se encontraba en lo sucesivo asegurada. A pesar de de todo, fue necesario que pasaran décadas para llegar al desarrollo de nuestros días.

Nuestra primera casa de habitación fue, como ya se expresó una “mediagua” o “rancha” techada con tejuelas y ramas en medio de la selva bajo árboles cuyas copas, a nosotros niños nos parecía que alcanzaban las nubes. Este tipo de casucha casi no ofrecía protección contra el lluvioso invierno, mucho menos contra el viento.



Cuando tenían que soportar los muchos temporales de viento del norte que aquí nos empujaban, era como la selva se viniera encima. Ganchos quebrados caían al suelo, y árboles arrancados de raíz, eso era verdaderamente espantoso, principalmente en las noches. Nosotros rezábamos a Dios a cada instante, porque la dislocación de un gancho o la caída de un árbol no nos matara.


Tan luego que nuestro primer roce fuera incendiado, mi padre con ayuda de nativos, construyó una casita al aire libre. Para el techo sirvieron las tejuelas de la “rancha”, las paredes se hicieron de trozos de árboles partidos y labrados. Por ignorancia de los constructores de la casita de dos piezas al no asegurarla lo suficiente, sucedió que una buena mañana toda la edificación se derrumbó. Felizmente, a una de nuestras guaguas que se encontraba dentro nada le sucedió, debido a que en un costado había un cajón que soportó la caída de la masa de madera, protegiéndose el niño. Nada más había dentro, salvo de algunos enseres que se perjudicaron, no hubo nada más que lamentar.

Uno de nuestros vecinos que construyó su casita de madera, perdió todos sus haberes, motivado por la caída de un gigantesco árbol que aplastó a vivienda con todo lo que tenía adentro. Pérdida de personas no hubo que lamentar, porque la familia se encontraba trabajando en el campo. Pero, lo sucedido significó una pérdida cuantiosa. Fue todavía una suerte que cayó en un momento cuando el gobierno daba ayuda en caso contrario hubiera tenido que recurrir a la ayuda compasiva de sus compatriotas de destino.

La unión entre los colonos en la pena y la alegría, en la necesidad y muerte era muy conocida, con algunas excepciones. Uno ayudaba al otro y lo acompañaba en la mejor forma que podía. Eran personas procedentes de diferentes comarcas de la entonces dividida Alemania, y completamente desconocidos, pero el destino los unía, y la común necesidad los enlazaba como eslabones. Cuando se presentaba una discusión entre la convivencia de hermanos, no duraba mucho. La gente tenía que trabajar duramente y sufrir necesidades , de modo que no había tiempo para pensar en discusiones y riñas; pero cuando se presentaba una seria pelea, o hubiera un hombre deshonrado entre ellos, éste era despreciado y tenía el destino de sufrir el desprecio, lo cual en muchos casos lo forzaba a emigrar.


Horn, Bernardo; Kinzel Enrique: “Puerto Varas 131 años de Historia. 1852-1983”.Imprenta Horn, Puerto Varas,1983,pp 94- 100

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